miércoles, 4 de julio de 2012

Después de una larga ausencia...


Debo admitir que pensé, luego de terminado mi sexto semestre, que no volvería a acordarme de este espacio. Sin embargo, hoy vuelvo otra vez, con la excusa de que debo continuarlo para la misma materia del  periodo pasado y me encuentro con tantos trabajos en los cuales están inmiscuidos tantos recuerdos de anécdotas por las que tuve que pasar para producir cada uno de los resultados que están puestos aquí y dispuestos a permanecer en la virtualidad, pero también en mi memoria.  
En esta ocasión en el curso de Didáctica II nos enfocaremos en la producción de crónicas, y, pensándolo bien, si quisiera podría escribir cientos de crónicas de cada evento que sucede en mi vida. Por lo pronto, me voy a referir a uno en especial: Mi fin de semana.



Mientras llega el lunes…
Por: Patricia Figueroa
  
Hay un concepto de fin de semana que se maneja entre la gente y es el que señala al sábado y domingo como los días de remate en que no se va a trabajar ni a estudiar. Sin embargo, al mirar el calendario por el que estamos regidos, de estos dos días solo uno corresponde al final y el otro al principio de la semana. Desde este punto, el descanso que nos otorga la ley y la cultura corresponde a los mejores días de una secuencia imaginada.

En algunos casos especiales, los fines de semana no sugieren solo estos dos días, ya que el mismo cerebro consiente o inconscientemente, se ha encargado de prolongar este periodo de tiempo uno o hasta dos días, y en otros casos de personas extra especiales, se ha alargado todo el resto de días.

En mi caso, comienzan los preparativos para este periodo de tiempo desde el día jueves. Por esta fecha, en la que he vuelto de unas vacaciones cortas y muy agitadas, solo llevo tres días de estar otra vez en la ciudad bonita y ya estoy pensando en irme de aquí. No es que no me guste ni que no me amañe, simplemente la sangre, la tierrita y el calorcito sabanero me llama a gritos y yo muy sumisa acudo a su llamado. Así, pues, decidí hacer mis maletas desde ese momento, pues al día siguiente no tendría mucho tiempo para eso y nada de lo requerido se podía quedar por falta de planificación.

El viernes, prácticamente ya en el respiro deseado, asistí a mi nueva clase de Didáctica de la lengua materna II, en la que recibí la noticia de que debía escribir los sucesos del fin de semana. ¡Nooo, trabajo para el fin de semana! ¡Bueno, qué se le puede hacer!, me dije. Luego, asistí a mi primera clase de inglés, en la que por fin me pude ubicar y que no resultó ser tan angustiosa ni preocupante como me la había imaginado. Felizmente, me dirigí a mi cuarto, luego de un delicioso almuerzo; tomé mis maletas y abordé el carrito que muy gentilmente por veinte mil pesos, estuvo dispuesto a llevarme a mi pueblo. ¡Ah, qué alegría! En mi mente se dibujaban todos los planes que hasta el momento estaban en lista, pero que muy nubladamente me los imaginaban de una y de otra forma porque no tenía realización hasta el momento.

Dos horas y media después, me encontraba en mi casa, olvidando el caluroso viaje que me adormeció por el trayecto y lista para salir con mis padres a comer algo y a disfrutar de nuestra compañía. Buscamos por todo el pueblo un lugar que satisficiera todos nuestros distintos gustos, pero no hayamos otro, más que el restaurante Donde Tota, que fue capaz de darle a mi papá una lengua en salsa, a mi mamá un caldo con huevo y arepa y a mí una deliciosa hamburguesa de pollo, acompañados de un jugo de tomate de árbol, otro de lulo con leche y, finalmente, un milo.

Ya el sábado, no tenía mucho afán de madrugar, por esa razón, me permitieron dormir hasta las 8:30 de la mañana, en la que tuve que desayunar con una parte de la hamburguesa que yo había guardado para el otro día. Encendí el televisor y traté de ver la continuación de una película que se llama pantalones en verano, o algo así,  pero cuando se ponía más emocionante, se dañó la señal y no quise seguir esperando a que se dignaran a arreglarla.

Se acercaban las tres de la tarde y en mí se aumentaba una emoción muy fuerte, pues se acercaba la hora en que algunos chicos de mi iglesia y yo viajaríamos a un lugar llamado Puente Sogamoso a reunirnos con los muchachos de allá para realizar una reunión juvenil y pasar la noche y parte del domingo en la mañana. Así fue, a las tres de la tarde me dirigí hacia el lugar de encuentro en el que muy puntualmente ya se encontraba la mayoría de los muchachos que tenían planeado ir. Esperamos como a cuatro o cinto y listo, se encendieron los motores y a viajar. Hacía algún tiempo yo había tenido la oportunidad de ir a aquel lugar, pero lo había hecho de noche y en unas circunstancias que no me habían permitido disfrutar del paisaje ni del viaje. Calor, viento, risas, fueron el complemento que hicieron el trayecto agradable.

Y, luego de una hora y media, nos encontramos a la entrada del pueblo, perdidos y con varios guías que a la larga estaban perdidos igual o peor que nosotros. Por fin encontramos el lugar, luego de treinta minutos de recuerdos vagos que habían hecho que diéramos vueltas por los lugares equivocados. Llegamos, bajamos todo nuestro equipaje que no parecía ser para una noche y medio día, sino un trasteo de una gran casa familiar.

Después de instalados, nos dirigimos a una casa humilde pero muy generosa que nos tenía preparado una deliciosa carne a la llanera, muy bien adobada, yuca cocida y arroz que les aseguraba que íbamos a quedar muy llenos. Casi como el chulo, devoré la carne y algo de la yuca y al mirar a mi alrededor, dos gentiles amigos míos esperaban por el resto de mi comida.

Llegaron las siete de la noche y se inició la reunión, en la que tuve la oportunidad de hacer algo que me gusta mucho para alguien muy especial para mí, cantar, saltar, gritar, escuchar, disfrutar, reír. Luego que terminamos la reunión, cerca de las diez y treinta de la noche, nos dirigimos a una cancha que no estaba muy lejos, a realizar los partidos que habían sido pactados unos días antes con los chicos y chicas del lugar. Como siempre, yo hago parte de la tribuna, de los que se disfrutan los partidos, riéndose de las malas jugadas, sufriendo por los buenos y malos pases, y celebrando los goles del equipo favorito. Cerca de las doce de la noche tuvimos que dirigirnos al lugar que nos habían asignado para dormir y milagrosamente fui ubicada en una habitación con aire acondicionado, que es un alivio enorme frente al calor de aquel lugar y la incomodidad grata que produce dormir en un lugar diferente por decisión propia. Por largo rato, escuché las risas, los gritos, las recochas de mis amigos que al fin dejé de escuchar en lo profundo de mi sueño. 

Al otro día, fuimos despertados por la amenaza de no llevarnos a los pozos si no nos levantábamos. Rápidamente, todo el mundo estaba de pie, listo para ir a desayunar e ir al pozo que vacilaba entre uno que tenía entre cuatro o cinco metros de profundidad y otro que solo tenía uno con cincuenta. Indudablemente, escogieron llevarnos al menos hondo, pues nuestras capacidades nadadoras no eran comparables a las de nuestros anfitriones.  Fue un tiempo especial, al principio había algo de hoja, pero luego se mejoraba con algunas piedras y arena. Sentí cómo mi cuerpo se relajó mientras estaba dentro del agua y lo sentía tan liviano y tan deleitado a causa del calor que no cesaba.


Salimos del pozo y nos dirigimos de nuevo en el transporte hacia nuestro pueblo de origen, pero esta vez todos callados y dormidos porque el cansancio y el sueño hizo de las suyas. Cerca de la una y treinta de la tarde llegué a mi casa y ahora me encuentro sentada recordando todo esto que es solo lo superficial de lo que realmente pasó y que me permite mirar hacia mis días pasados y decir que en su mayoría mis fines de semana son maravillosos por simplicidades de momentos que lo conforman como estos.