lunes, 26 de septiembre de 2011

Autobiografía



No entendía mucho lo que estaba sucediendo ese día, y mucho menos lo que iba a suceder segundos después. Había escuchado que mi madre tenía que llevarme a un lugar en el que iba a aprender cosas que necesitaba saber, pero, hasta ese momento, en mi mente de niña de cinco años, no pasaba ni una idea de lo que estaba por venir.
Caminando de prisa, de la mano de ella, miraba a mi alrededor todo ese paisaje que aún no había sido poblado del todo. Casas de madera, árboles grandes y frondosos, perros en la calle que dormitaban aún, esperando a que apareciera el sol en todo su fulgor, y pajarillos que cantaban a viva voz. Pensándolo bien, hasta ese momento, todo se mostraba muy  tranquilo y normal. Sin embargo, cuando llegamos con mi madre a aquel lugar que veía por primera vez, puede notar que los otros eran de mi mismo tamaño, todos vestidos de una misma forma y color, y entre ellos una mujer que me saludaba con cariñosas palabras y suaves caricias.

Ella indicó que me sentara en una de las pequeñas sillas que había en el lugar, mientras terminaba de hablar con mi madre. De repente, mi madre se acerca, me da un beso y me dice: - Paty, la voy a dejar aquí, yo vengo más tardecito, la dejo con la profe, pero tranquila, yo vuelvo por usted. Era la primera vez que me separaba de ella y que no había absolutamente nadie conocido a la vista. En una ocasión habían hecho el intento de llevarme a la guardería del barrio, pero fue imposible, porque diversas y extrañas enfermedades había aparecido en mi cuerpo sin explicación: fiebres, gripas, dolores de cabeza y de estómago, que hoy sé que eran más mentales que reales. 

Así, sentada en aquella banquita, fijé mis ojos en mi madre quien caminaba hacia la salida, sin entender todavía lo que implicaba el hecho de que ella cruzara esa puerta. Cuando lo hizo, un sentimiento de temor, soledad y angustia llenaron por completo mi interior, y empecé a gritar su nombre, a reclamar su presencia con todas mis fuerzas, pero ella no regresaba a mí, y yo seguía pensando en que no podría existir sin ella, ese ambiente extraño me asustaba y absorbía, no quería estar allí. Lloré todo lo que pude sin recibir respuesta y al ver que seguía existiendo sin ella, decidí parar.


En aquel momento, aquella mujer que me había acariciado se acercó, me miró y me dijo: -tranquila, ella no se fue para siempre, vuelve ahorita. Con esas palabras reconforté mi espíritu y me dejé distraer por aquellos chicos que jugaban y coloreaban en aquellas hojas de papel, que me invitaban insistentemente a ser parte de su grupo.
En medio de un interesante juego escucho que me dicen: –Nena, alguien te busca. De inmediato volteé a mirar, recordando una promesa hecha unas horas antes. ¡Sí!, era ella, había vuelto por mí. Ese encuentro fue genial, porque en mi corazón se confirmaba el hecho de que ella no me dejaría para siempre y que así mismo cumpliría su palabra. De su mano regresé a casa, con pasos más rápidos que con los que habíamos venido, pues el fuerte lucero brillante se mostraba en todo su esplendor.

Así fue mi primer día de escuela, día en el que inicié mi recorrido por ese nuevo mundo que hasta ese momento había estado escondido para mí. De ahí en adelante empecé a experimentar una atracción por los colores, los sonidos, las formas, empecé a tratar de disfrutar el tiempo que tenía en ese lugar, y, gracias a mi profesora Isabel, quien paciente pero perseverante,  reafirmó mi conocimiento sobre las letras y números que conocía a vuelo de pájaro por la insistencia de mi madre y las tareas que mi hermano tenía que hacer y que yo vigilaba con devoción. Amé a aquella mujer con el amor que una niña puede tener por su primera maestra; pero al iniciar el curso de primero fue impactante para mí compartir con otra mujer que no era muy cariñosa y que, por el contrario, tenía fama de exigente, malgeniada y ruda. 

Fue complicado ese proceso de consolidación de la lectura y la escritura en mí, pues, a pesar de que hacía tres años se habían establecido en la Constitución Política de Colombia los derechos del niño, aquella maestra continuaba ajusticiando el mal comportamiento y rendimiento de sus “alumnos” con una regla y un jalón de orejas. En ese año, el llegar y permanecer en el salón estaba acompañado del temor y, sin embargo, increíblemente pude sortear todos los obstáculos y ganarme un reconocimiento de aquella mujer que llegó a opinar cosas buenas de mí. Hoy, cuando la veo por casualidad caminando por las calles, llevando en su mano algunos libros, una sombrilla y en su hombro un bolso, como le ha sido costumbre, tengo ganas de acercarme y saludarla pero, de inmediato, veo en ella ese gesto tosco y repulsivo que impide que lo haga y que recuerde la forma severa con la que ella prefería tratar a sus niños.
Normalmente, cuando llegaba a mi casa veía a mi hermano mayor hacer sus tareas, me parecían tan avanzadas, yo quería hacer todo lo que él hacía. Aunque a él no le gustaba mucho la idea de leer y escribir, (lo cual reafirma hoy su afición por los números) yo no podía tomar en cuanta esos gestos de desprecio que él hacía frente a los libros, por el contrario, yo los tomaba con tanta emoción y al fracasar  cuando trataba de leerlos optaba por pasarme el tiempo mirando todas las imágenes y los títulos de las historias.

En tercer grado, amaba las enciclopedias, esos libros que con sus imágenes me habían atrapado y llevado a esos mundos que aunque reales, poco accesibles para mí. ¡Cuántos animales misteriosos!, ¡cuántos lugares extraños y maravillosos!. Definitivamente los libros no podían ser mis enemigos. 

Mi padre, un aficionado lector que en su juventud había comprado muchos libros que reposan en una pequeña biblioteca de madera hasta hoy, pero que en ese momento no disponía de mucho tiempo para dedicarse a leer, pues su trabajo de conductor no le permitía dedicarse a este oficio. Sin embargo, aún sigue siendo muy fascinante hablar con él, yo no entendía cómo él podía saber tantas historias y cuentos tenebrosos, fantásticos y reales que disfrutaba contarnos a mi hermano y a mí, en la noche, después de que llegaba de su trabajo y salíamos al patio cada uno con una mecedora, dispuestos a contemplar el cielo, a escuchar y a imaginar todas y cada una de esas historias. 

En ocasiones, no confiaba mucho en lo él nos contaba, me parecía demasiado irreal, por esa razón, acudía a los libros de historias, enciclopedias y demás libros que pudieran sacarme de ese aprieto y poder refutar a mi papá con pruebas contundentes. En otras, simplemente me dejaba llevar por lo mágico que es escuchar sin incluir la razón y dejaba que esos nuevos mundos se entrelazaran y tomaran la forma que deseaban. Esas historias, esos cuentos, fueron una gran motivación para que yo me internara en los libros, porque quería saber cosas para poder hablar, quería tener argumentos para poder refutar, quería saber con detalle para poder contárselas a mis amigos con toda seguridad, porque en la escuela no éramos estimulados de esa manera.

Creo que las clases fueron tan monótonas que no tengo ninguna de esos primeros años en mi mente, solo recuerdo a muchos de mis profesores rígidos que más que aliento y entusiasmo me traen un sentimiento extraño de no querer volver a estar allí. 

Hoy sé que mi afición por la lectura no es por obra y gracia de la escuela y que gracias a que fui atrapada en mi casa de forma fantástica pude salvarme de estar contendiendo con el maravilloso mundo de la lectura.