jueves, 12 de julio de 2012

Crónica 2

El viaje de la vida
Por Patricia Figueroa



Se acercó el día de mi tan anhelado viaje. Una larga semana había transcurrido y llegaba el vienes, día de partir a mi tierrita bella. Las cosas, por fortuna, marchaban muy bien; ese día mis profesores de didáctica y de inglés accidentalmente coincidieron en no hacer clase, permitiéndome tener todo el día libre. En vísperas de ese evento, me había dedicado a preparar todo mi equipaje con anterioridad para que no faltara ni una de las cosas que normalmente suelo olvidar. Fue así como, al ver todo listo, decidí ir a visitar a una pareja de amigos y de paso apartar un cupo en el carro de ellos que muy temprano al otro día viajaría rumbo a  Sabana de Torres.

En efecto, muy a las cuatro y treinta de la madrugada escuché los golpes de mi amigo en la puerta de mi habitación que me anunciaban 15 minutos para alistarme y salir a tiempo. Debo confesar que fue muy difícil levantarme porque es casi imposible acostarse a dormir temprano al lado de dos personas que hace mucho tiempo no visitabas. Con tres horas y media de sueño encima, mi amigo y yo salimos de la casa sin oportunidad de despedirnos de la familia que quedaba en casa, teniendo solo la impresión de que todo en sus vidas marchaba bien. 

Al lado del edificio se encontraba el parqueadero, menos mal no estaba más lejos porque creo que no hubiera aguantado caminar más de la pesadez del sueño que llevaba encima. Nos subimos al carro, un taxi renault symbol modelo 2006 que estaba cubierto de una leve capa de polvo desde las llantas al techo. No presté mucha atención a esto, lo único en que pensaba en ese momento era en entrar en el carro y recibir ese calorcito que de seguro estaba encerrado allí.
Tomamos varios atajos, luego la autopista, después la carrera 19 y finalmente nos estacionamos en un parqueadero de la carrera 18 con avenida Quebradaseca que, para mi sorpresa, ya se encontraba habitado de otras personas que al igual que nosotros buscaban un sitio donde estacionar y tomar una taza de café. 

Cuando mi amigo pudo parquear el carro en uno de los pequeños espacios que quedaban, me dijo con una expresión de sarcástica alegría: - Bueno Patri, ahora a esperar-. Una de las cosas más difíciles en la vida es esperar y más cuando las circunstancias no son tan agradables; yo deseaba llegar pronto al calor de mi tierra y de mi casa para encontrar un lugar donde descansar a gusto y reponer todas las horas de sueño que mi cuerpo exigía. Sin embargo, no había más remedio, y tratando de esquivar toda la impaciencia que produce el hecho de aguardar la acción de otros, decidí bajar del carro y aceptar la invitación de tomar un café con mi amigo.

Mientras absorbíamos el suave vapor que emanaba de nuestras tazas, deseando que todo ese abrigo inundara hasta lo más profundo de nuestro ser, supe que nada de lo que estaba sucediendo era nuevo para mi amigo, que todo ese ambiente se había convertido en su cotidianidad y que contrario a mí, que casi moría de desgano, él resistía erguido el frío y el sueño. No era para menos, ese era su trabajo desde hacía cinco años, pero que desde mucho antes  tampoco era desconocido. Él, al igual que yo, tenía la experiencia de un padre que también había  transportado gente por muchos años para poder traer el sustento a su hogar. Es por eso que desde niños nuestros caminos se cruzaron, nuestros padres pertenecieron a la misma cooperativa de transportes de Sabana de Torres, quienes tenían la labor de transportar a la gente del pueblo a la ciudad de Bucaramanga y viceversa.

Aparentemente, ese empleo no era muy complicado y más para los que tenía carro propio. Sin embargo, no puedo dejar de recordar todos los días que mi padre tuvo que salir con lluvia o sin ella en la madrugada, enfermo o no a tratar de conseguir un viaje de ida y de regreso, sorteando accidentes, policía y hasta los planes de sus mismos compañeros quienes también trataban de conseguir su sustento a toda costa. Tampoco olvido los pocos días completos que pude pasar con él en mi niñez y adolescencia, pues su trabajo me permitía verlo en las noches, con un gran agotamiento en su rostro que decía: “quiero dormir”. No fue fácil para él ni para nosotros, y creo que no lo es para las familias de los conductores.

“Chinchi”, como cariñosamente le decimos a mi amigo, decidió seguir los pasos de la primera profesión de su padre, no porque hubiera querido hacerlo, sino porque los circunstancias de su vida lo obligaron a eso. Su novia, enfermera de profesión, quedó embarazada mientras él cursaba el quinto semestre de tecnología ambiental. Sus estudios tuvieron que ser suspendidos por la necesidad de conseguir dinero para su nueva familia que, a decir verdad, no había sido planeada para ese momento. –Fue duro para mí, aunque yo amo a Karina, en ese momento yo no estaba preparado para asumir esa responsabilidad; a mí me dio durísimo, imagínese, acostumbrado a que mi papá me diera todo y de un momento a otro tener que trabajar, no era si quería, era que tenía que hacerlo porque había una bebé de por medio-. Desde ahí encontró un carro de una señora que permitió que él lo manejara y con lo poco que le quedaba, después de cancelar la cuota de la dueña, el parqueadero, peajes, gasolina y planillas, pudo solventar el parto de su mujer.

A mi pregunta de qué pensaba de su trabajo me respondió: - Es un trabajo extraño porque hay días en que a usted le va bien, pero hay días en que se queda debiendo más de lo que se ganó. Cuando uno se mete a esto es porque le gusta manejar pero con el tiempo eso se va convirtiendo en un tedio, tener que lidiar con gente es tenaz. Muchas veces las personas lo tratan a uno bien y le agradecen, pero hay otras que tratan de humillarlo a uno. Esto es un trabajo dar y recibir, nosotros le hacemos un favor a la gente de buscarlos en la casa y dejarlos en la parte específica donde quiera quedarse por veinte mil pesitos, pero hay gente que pareciera que les estuviéramos sacando los ojos y hay también conductores que tratan muy mal a los pasajeros siendo que ellos son los que nos dan de comer-.

A las cinco de la mañana completa por fin el cupo de los cuatro pasajeros que “Chinchi” necesitaba para iniciar el viaje. Es impresionante ver cómo coontrola el carro en que vamos con tanta facilidad, aunque hay partes realmente intransitables. 

El viaje fue divertido, su espontaneidad y alegría no han cambiado nunca, “Chinchi” sigue riéndose de las cosas simples y de las no tan simples también. Creo que esa es una de las armas que le ha permitido soportar un empleo tan monótono y desagradecido por muchos, tan sufrido y anhelado por otros. –Hoy voy a llegar temprano a la casa porque vamos a salir con Karina y el niño a visitar a la nona-, me dice con una sonrisa en sus labios y con unos ojos que esperan impacientemente ver sus planes realizados. Para él, hacer cualquier cosa que lo saque de esa rutina y de ese ambiente de hostilidad que se respira entre los conductores es ganancia.

A las ocho y treinta de la mañana pisamos suelo sabanero, ¡qué alegría tan grande nos inunda! A mí por el deseo de ver a mi familia y mis amigos ese fin de semana y a Chinchi por el deseo de encontrar rápido otros cuatro pasajeros para poder devolverse a su casa en Bucaramanga. Cuando me dejó en la puerta de mi casa, le miré a  los ojos y con un sentimiento sincero le dije: ¡Gracias! Quería expresarle el gran trabajo que hacía, que, aunque muchos no lo veían, era de un gran alivio para una comunidad que necesita transportarse desde su casa a otro lugar a cualquier hora; que sabe que puede contar con gente que tratara a toda costa de cuidar sus vidas y dejarlos en las mejores condiciones en un lugar para realizar sus actividades. Con una sonrisa como es usual en él me dijo:- Naaa es con gusto, china, yo estoy para servirle. Y con el mismo entusiasmo se sube a su carro y se va buscando un nuevo viaje por emprender.

miércoles, 4 de julio de 2012

Después de una larga ausencia...


Debo admitir que pensé, luego de terminado mi sexto semestre, que no volvería a acordarme de este espacio. Sin embargo, hoy vuelvo otra vez, con la excusa de que debo continuarlo para la misma materia del  periodo pasado y me encuentro con tantos trabajos en los cuales están inmiscuidos tantos recuerdos de anécdotas por las que tuve que pasar para producir cada uno de los resultados que están puestos aquí y dispuestos a permanecer en la virtualidad, pero también en mi memoria.  
En esta ocasión en el curso de Didáctica II nos enfocaremos en la producción de crónicas, y, pensándolo bien, si quisiera podría escribir cientos de crónicas de cada evento que sucede en mi vida. Por lo pronto, me voy a referir a uno en especial: Mi fin de semana.



Mientras llega el lunes…
Por: Patricia Figueroa
  
Hay un concepto de fin de semana que se maneja entre la gente y es el que señala al sábado y domingo como los días de remate en que no se va a trabajar ni a estudiar. Sin embargo, al mirar el calendario por el que estamos regidos, de estos dos días solo uno corresponde al final y el otro al principio de la semana. Desde este punto, el descanso que nos otorga la ley y la cultura corresponde a los mejores días de una secuencia imaginada.

En algunos casos especiales, los fines de semana no sugieren solo estos dos días, ya que el mismo cerebro consiente o inconscientemente, se ha encargado de prolongar este periodo de tiempo uno o hasta dos días, y en otros casos de personas extra especiales, se ha alargado todo el resto de días.

En mi caso, comienzan los preparativos para este periodo de tiempo desde el día jueves. Por esta fecha, en la que he vuelto de unas vacaciones cortas y muy agitadas, solo llevo tres días de estar otra vez en la ciudad bonita y ya estoy pensando en irme de aquí. No es que no me guste ni que no me amañe, simplemente la sangre, la tierrita y el calorcito sabanero me llama a gritos y yo muy sumisa acudo a su llamado. Así, pues, decidí hacer mis maletas desde ese momento, pues al día siguiente no tendría mucho tiempo para eso y nada de lo requerido se podía quedar por falta de planificación.

El viernes, prácticamente ya en el respiro deseado, asistí a mi nueva clase de Didáctica de la lengua materna II, en la que recibí la noticia de que debía escribir los sucesos del fin de semana. ¡Nooo, trabajo para el fin de semana! ¡Bueno, qué se le puede hacer!, me dije. Luego, asistí a mi primera clase de inglés, en la que por fin me pude ubicar y que no resultó ser tan angustiosa ni preocupante como me la había imaginado. Felizmente, me dirigí a mi cuarto, luego de un delicioso almuerzo; tomé mis maletas y abordé el carrito que muy gentilmente por veinte mil pesos, estuvo dispuesto a llevarme a mi pueblo. ¡Ah, qué alegría! En mi mente se dibujaban todos los planes que hasta el momento estaban en lista, pero que muy nubladamente me los imaginaban de una y de otra forma porque no tenía realización hasta el momento.

Dos horas y media después, me encontraba en mi casa, olvidando el caluroso viaje que me adormeció por el trayecto y lista para salir con mis padres a comer algo y a disfrutar de nuestra compañía. Buscamos por todo el pueblo un lugar que satisficiera todos nuestros distintos gustos, pero no hayamos otro, más que el restaurante Donde Tota, que fue capaz de darle a mi papá una lengua en salsa, a mi mamá un caldo con huevo y arepa y a mí una deliciosa hamburguesa de pollo, acompañados de un jugo de tomate de árbol, otro de lulo con leche y, finalmente, un milo.

Ya el sábado, no tenía mucho afán de madrugar, por esa razón, me permitieron dormir hasta las 8:30 de la mañana, en la que tuve que desayunar con una parte de la hamburguesa que yo había guardado para el otro día. Encendí el televisor y traté de ver la continuación de una película que se llama pantalones en verano, o algo así,  pero cuando se ponía más emocionante, se dañó la señal y no quise seguir esperando a que se dignaran a arreglarla.

Se acercaban las tres de la tarde y en mí se aumentaba una emoción muy fuerte, pues se acercaba la hora en que algunos chicos de mi iglesia y yo viajaríamos a un lugar llamado Puente Sogamoso a reunirnos con los muchachos de allá para realizar una reunión juvenil y pasar la noche y parte del domingo en la mañana. Así fue, a las tres de la tarde me dirigí hacia el lugar de encuentro en el que muy puntualmente ya se encontraba la mayoría de los muchachos que tenían planeado ir. Esperamos como a cuatro o cinto y listo, se encendieron los motores y a viajar. Hacía algún tiempo yo había tenido la oportunidad de ir a aquel lugar, pero lo había hecho de noche y en unas circunstancias que no me habían permitido disfrutar del paisaje ni del viaje. Calor, viento, risas, fueron el complemento que hicieron el trayecto agradable.

Y, luego de una hora y media, nos encontramos a la entrada del pueblo, perdidos y con varios guías que a la larga estaban perdidos igual o peor que nosotros. Por fin encontramos el lugar, luego de treinta minutos de recuerdos vagos que habían hecho que diéramos vueltas por los lugares equivocados. Llegamos, bajamos todo nuestro equipaje que no parecía ser para una noche y medio día, sino un trasteo de una gran casa familiar.

Después de instalados, nos dirigimos a una casa humilde pero muy generosa que nos tenía preparado una deliciosa carne a la llanera, muy bien adobada, yuca cocida y arroz que les aseguraba que íbamos a quedar muy llenos. Casi como el chulo, devoré la carne y algo de la yuca y al mirar a mi alrededor, dos gentiles amigos míos esperaban por el resto de mi comida.

Llegaron las siete de la noche y se inició la reunión, en la que tuve la oportunidad de hacer algo que me gusta mucho para alguien muy especial para mí, cantar, saltar, gritar, escuchar, disfrutar, reír. Luego que terminamos la reunión, cerca de las diez y treinta de la noche, nos dirigimos a una cancha que no estaba muy lejos, a realizar los partidos que habían sido pactados unos días antes con los chicos y chicas del lugar. Como siempre, yo hago parte de la tribuna, de los que se disfrutan los partidos, riéndose de las malas jugadas, sufriendo por los buenos y malos pases, y celebrando los goles del equipo favorito. Cerca de las doce de la noche tuvimos que dirigirnos al lugar que nos habían asignado para dormir y milagrosamente fui ubicada en una habitación con aire acondicionado, que es un alivio enorme frente al calor de aquel lugar y la incomodidad grata que produce dormir en un lugar diferente por decisión propia. Por largo rato, escuché las risas, los gritos, las recochas de mis amigos que al fin dejé de escuchar en lo profundo de mi sueño. 

Al otro día, fuimos despertados por la amenaza de no llevarnos a los pozos si no nos levantábamos. Rápidamente, todo el mundo estaba de pie, listo para ir a desayunar e ir al pozo que vacilaba entre uno que tenía entre cuatro o cinco metros de profundidad y otro que solo tenía uno con cincuenta. Indudablemente, escogieron llevarnos al menos hondo, pues nuestras capacidades nadadoras no eran comparables a las de nuestros anfitriones.  Fue un tiempo especial, al principio había algo de hoja, pero luego se mejoraba con algunas piedras y arena. Sentí cómo mi cuerpo se relajó mientras estaba dentro del agua y lo sentía tan liviano y tan deleitado a causa del calor que no cesaba.


Salimos del pozo y nos dirigimos de nuevo en el transporte hacia nuestro pueblo de origen, pero esta vez todos callados y dormidos porque el cansancio y el sueño hizo de las suyas. Cerca de la una y treinta de la tarde llegué a mi casa y ahora me encuentro sentada recordando todo esto que es solo lo superficial de lo que realmente pasó y que me permite mirar hacia mis días pasados y decir que en su mayoría mis fines de semana son maravillosos por simplicidades de momentos que lo conforman como estos.