Debo admitir que pensé, luego de terminado mi sexto
semestre, que no volvería a acordarme de este espacio. Sin embargo, hoy
vuelvo otra vez, con la excusa de que debo continuarlo para la misma materia
del periodo pasado y me encuentro con tantos trabajos en los cuales están
inmiscuidos tantos recuerdos de anécdotas por las que tuve que pasar para
producir cada uno de los resultados que están puestos aquí y dispuestos a
permanecer en la virtualidad, pero también en mi memoria.
En esta ocasión en el curso de Didáctica II
nos enfocaremos en la producción de crónicas, y, pensándolo bien, si quisiera
podría escribir cientos de crónicas de cada evento que sucede en mi vida. Por
lo pronto, me voy a referir a uno en especial: Mi fin de semana.
Mientras
llega el lunes…
Por: Patricia
Figueroa
Hay un concepto de fin de semana que se
maneja entre la gente y es el que señala al sábado y domingo como
los días de remate en que no se va a trabajar ni a estudiar. Sin embargo, al
mirar el calendario por el que estamos regidos, de estos dos días solo uno
corresponde al final y el otro al principio de la semana. Desde este punto, el
descanso que nos otorga la ley y la cultura corresponde a los mejores días de
una secuencia imaginada.
En algunos casos especiales, los fines
de semana no sugieren solo estos dos días, ya que el mismo cerebro consiente o
inconscientemente, se ha encargado de prolongar este periodo de tiempo uno o
hasta dos días, y en otros casos de personas extra especiales, se ha alargado
todo el resto de días.
En mi caso, comienzan los preparativos
para este periodo de tiempo desde el día jueves. Por esta fecha, en la que he
vuelto de unas vacaciones cortas y muy agitadas, solo llevo tres días de estar
otra vez en la ciudad bonita y ya estoy pensando en irme de
aquí. No es que no me guste ni que no me amañe, simplemente la sangre, la
tierrita y el calorcito sabanero me llama a gritos y yo muy sumisa acudo a su
llamado. Así, pues, decidí hacer mis maletas desde ese momento, pues al día
siguiente no tendría mucho tiempo para eso y nada de lo requerido se podía
quedar por falta de planificación.
El viernes, prácticamente ya en el
respiro deseado, asistí a mi nueva clase de Didáctica de la lengua materna II,
en la que recibí la noticia de que debía escribir los sucesos del fin de
semana. ¡Nooo, trabajo para el fin de semana! ¡Bueno, qué se le puede hacer!,
me dije. Luego, asistí a mi primera clase de inglés, en la que por fin me pude
ubicar y que no resultó ser tan angustiosa ni preocupante como me la había
imaginado. Felizmente, me dirigí a mi cuarto, luego de un delicioso almuerzo; tomé mis maletas y abordé el carrito que muy gentilmente por veinte mil pesos,
estuvo dispuesto a llevarme a mi pueblo. ¡Ah, qué alegría! En mi mente se dibujaban
todos los planes que hasta el momento estaban en lista, pero que muy
nubladamente me los imaginaban de una y de otra forma porque no tenía
realización hasta el momento.
Dos horas y media después, me
encontraba en mi casa, olvidando el caluroso viaje que me adormeció por el
trayecto y lista para salir con mis padres a comer algo y a disfrutar de
nuestra compañía. Buscamos por todo el pueblo un lugar que satisficiera todos
nuestros distintos gustos, pero no hayamos otro, más que el restaurante Donde
Tota, que fue capaz de darle a mi papá una lengua en salsa, a mi mamá
un caldo con huevo y arepa y a mí una deliciosa hamburguesa de pollo,
acompañados de un jugo de tomate de árbol, otro de lulo con leche y,
finalmente, un milo.
Ya el sábado, no tenía mucho afán de
madrugar, por esa razón, me permitieron dormir hasta las 8:30 de la mañana, en
la que tuve que desayunar con una parte de la hamburguesa que yo había guardado
para el otro día. Encendí el televisor y traté de ver la continuación de una
película que se llama pantalones en verano, o algo así, pero cuando se
ponía más emocionante, se dañó la señal y no quise seguir esperando a que se
dignaran a arreglarla.
Se acercaban las tres de la tarde y en
mí se aumentaba una emoción muy fuerte, pues se acercaba la hora en que algunos
chicos de mi iglesia y yo viajaríamos a un lugar llamado Puente Sogamoso a
reunirnos con los muchachos de allá para realizar una reunión juvenil y pasar
la noche y parte del domingo en la mañana. Así fue, a las tres de la tarde me dirigí
hacia el lugar de encuentro en el que muy puntualmente ya se encontraba la
mayoría de los muchachos que tenían planeado ir. Esperamos como a cuatro o
cinto y listo, se encendieron los motores y a viajar. Hacía algún tiempo yo
había tenido la oportunidad de ir a aquel lugar, pero lo había hecho de noche y
en unas circunstancias que no me habían permitido disfrutar del paisaje ni del
viaje. Calor, viento, risas, fueron el complemento que hicieron el trayecto
agradable.
Y, luego de una hora y media, nos
encontramos a la entrada del pueblo, perdidos y con varios guías que a la larga
estaban perdidos igual o peor que nosotros. Por fin encontramos el lugar, luego
de treinta minutos de recuerdos vagos que habían hecho que diéramos vueltas por
los lugares equivocados. Llegamos, bajamos todo nuestro equipaje que no parecía
ser para una noche y medio día, sino un trasteo de una gran casa familiar.
Después de instalados, nos dirigimos a
una casa humilde pero muy generosa que nos tenía preparado una deliciosa carne
a la llanera, muy bien adobada, yuca cocida y arroz que les aseguraba que
íbamos a quedar muy llenos. Casi como el chulo, devoré la carne y algo de la
yuca y al mirar a mi alrededor, dos gentiles amigos míos esperaban por el resto
de mi comida.
Llegaron las siete de la noche y se
inició la reunión, en la que tuve la oportunidad de hacer algo que me gusta
mucho para alguien muy especial para mí, cantar, saltar, gritar, escuchar,
disfrutar, reír. Luego que terminamos la reunión, cerca de las diez y treinta
de la noche, nos dirigimos a una cancha que no estaba muy lejos, a realizar los
partidos que habían sido pactados unos días antes con los chicos y chicas del
lugar. Como siempre, yo hago parte de la tribuna, de los que se disfrutan los
partidos, riéndose de las malas jugadas, sufriendo por los buenos y malos
pases, y celebrando los goles del equipo favorito. Cerca de las doce de la noche tuvimos que dirigirnos al lugar que nos habían asignado para dormir y
milagrosamente fui ubicada en una habitación con aire acondicionado, que es un
alivio enorme frente al calor de aquel lugar y la incomodidad grata que produce
dormir en un lugar diferente por decisión propia. Por largo rato, escuché las
risas, los gritos, las recochas de mis amigos que al fin dejé de escuchar en lo
profundo de mi sueño.
Al otro día, fuimos despertados por la
amenaza de no llevarnos a los pozos si no nos levantábamos. Rápidamente, todo el
mundo estaba de pie, listo para ir a desayunar e ir al pozo que vacilaba entre
uno que tenía entre cuatro o cinco metros de profundidad y otro que solo tenía
uno con cincuenta. Indudablemente, escogieron llevarnos al menos hondo, pues
nuestras capacidades nadadoras no eran comparables a las de nuestros
anfitriones. Fue un tiempo especial, al principio había algo de hoja,
pero luego se mejoraba con algunas piedras y arena. Sentí cómo mi cuerpo se
relajó mientras estaba dentro del agua y lo sentía tan liviano y tan deleitado
a causa del calor que no cesaba.
Salimos del pozo y nos dirigimos de
nuevo en el transporte hacia nuestro pueblo de origen, pero esta vez todos callados y dormidos porque el
cansancio y el sueño hizo de las suyas. Cerca de la una y treinta de la tarde
llegué a mi casa y ahora me encuentro sentada recordando todo esto que es solo
lo superficial de lo que realmente pasó y que me permite mirar hacia mis días
pasados y decir que en su mayoría mis fines de semana son maravillosos por
simplicidades de momentos que lo conforman como estos.
Debo admitir que pensé, luego de terminado mi sexto
semestre, que no volvería a acordarme de este espacio. Sin embargo, hoy
vuelvo otra vez, con la excusa de que debo continuarlo para la misma materia
del periodo pasado y me encuentro con tantos trabajos en los cuales están
inmiscuidos tantos recuerdos de anécdotas por las que tuve que pasar para
producir cada uno de los resultados que están puestos aquí y dispuestos a
permanecer en la virtualidad, pero también en mi memoria.
En esta ocasión en el curso de Didáctica II
nos enfocaremos en la producción de crónicas, y, pensándolo bien, si quisiera
podría escribir cientos de crónicas de cada evento que sucede en mi vida. Por
lo pronto, me voy a referir a uno en especial: Mi fin de semana.
Mientras
llega el lunes…
Por: Patricia
Figueroa
Hay un concepto de fin de semana que se
maneja entre la gente y es el que señala al sábado y domingo como
los días de remate en que no se va a trabajar ni a estudiar. Sin embargo, al
mirar el calendario por el que estamos regidos, de estos dos días solo uno
corresponde al final y el otro al principio de la semana. Desde este punto, el
descanso que nos otorga la ley y la cultura corresponde a los mejores días de
una secuencia imaginada.
En algunos casos especiales, los fines
de semana no sugieren solo estos dos días, ya que el mismo cerebro consiente o
inconscientemente, se ha encargado de prolongar este periodo de tiempo uno o
hasta dos días, y en otros casos de personas extra especiales, se ha alargado
todo el resto de días.
En mi caso, comienzan los preparativos
para este periodo de tiempo desde el día jueves. Por esta fecha, en la que he
vuelto de unas vacaciones cortas y muy agitadas, solo llevo tres días de estar
otra vez en la ciudad bonita y ya estoy pensando en irme de
aquí. No es que no me guste ni que no me amañe, simplemente la sangre, la
tierrita y el calorcito sabanero me llama a gritos y yo muy sumisa acudo a su
llamado. Así, pues, decidí hacer mis maletas desde ese momento, pues al día
siguiente no tendría mucho tiempo para eso y nada de lo requerido se podía
quedar por falta de planificación.
El viernes, prácticamente ya en el
respiro deseado, asistí a mi nueva clase de Didáctica de la lengua materna II,
en la que recibí la noticia de que debía escribir los sucesos del fin de
semana. ¡Nooo, trabajo para el fin de semana! ¡Bueno, qué se le puede hacer!,
me dije. Luego, asistí a mi primera clase de inglés, en la que por fin me pude
ubicar y que no resultó ser tan angustiosa ni preocupante como me la había
imaginado. Felizmente, me dirigí a mi cuarto, luego de un delicioso almuerzo; tomé mis maletas y abordé el carrito que muy gentilmente por veinte mil pesos,
estuvo dispuesto a llevarme a mi pueblo. ¡Ah, qué alegría! En mi mente se dibujaban
todos los planes que hasta el momento estaban en lista, pero que muy
nubladamente me los imaginaban de una y de otra forma porque no tenía
realización hasta el momento.
Dos horas y media después, me
encontraba en mi casa, olvidando el caluroso viaje que me adormeció por el
trayecto y lista para salir con mis padres a comer algo y a disfrutar de
nuestra compañía. Buscamos por todo el pueblo un lugar que satisficiera todos
nuestros distintos gustos, pero no hayamos otro, más que el restaurante Donde
Tota, que fue capaz de darle a mi papá una lengua en salsa, a mi mamá
un caldo con huevo y arepa y a mí una deliciosa hamburguesa de pollo,
acompañados de un jugo de tomate de árbol, otro de lulo con leche y,
finalmente, un milo.
Ya el sábado, no tenía mucho afán de
madrugar, por esa razón, me permitieron dormir hasta las 8:30 de la mañana, en
la que tuve que desayunar con una parte de la hamburguesa que yo había guardado
para el otro día. Encendí el televisor y traté de ver la continuación de una
película que se llama pantalones en verano, o algo así, pero cuando se
ponía más emocionante, se dañó la señal y no quise seguir esperando a que se
dignaran a arreglarla.
Se acercaban las tres de la tarde y en
mí se aumentaba una emoción muy fuerte, pues se acercaba la hora en que algunos
chicos de mi iglesia y yo viajaríamos a un lugar llamado Puente Sogamoso a
reunirnos con los muchachos de allá para realizar una reunión juvenil y pasar
la noche y parte del domingo en la mañana. Así fue, a las tres de la tarde me dirigí
hacia el lugar de encuentro en el que muy puntualmente ya se encontraba la
mayoría de los muchachos que tenían planeado ir. Esperamos como a cuatro o
cinto y listo, se encendieron los motores y a viajar. Hacía algún tiempo yo
había tenido la oportunidad de ir a aquel lugar, pero lo había hecho de noche y
en unas circunstancias que no me habían permitido disfrutar del paisaje ni del
viaje. Calor, viento, risas, fueron el complemento que hicieron el trayecto
agradable.
Y, luego de una hora y media, nos
encontramos a la entrada del pueblo, perdidos y con varios guías que a la larga
estaban perdidos igual o peor que nosotros. Por fin encontramos el lugar, luego
de treinta minutos de recuerdos vagos que habían hecho que diéramos vueltas por
los lugares equivocados. Llegamos, bajamos todo nuestro equipaje que no parecía
ser para una noche y medio día, sino un trasteo de una gran casa familiar.
Después de instalados, nos dirigimos a
una casa humilde pero muy generosa que nos tenía preparado una deliciosa carne
a la llanera, muy bien adobada, yuca cocida y arroz que les aseguraba que
íbamos a quedar muy llenos. Casi como el chulo, devoré la carne y algo de la
yuca y al mirar a mi alrededor, dos gentiles amigos míos esperaban por el resto
de mi comida.
Llegaron las siete de la noche y se
inició la reunión, en la que tuve la oportunidad de hacer algo que me gusta
mucho para alguien muy especial para mí, cantar, saltar, gritar, escuchar,
disfrutar, reír. Luego que terminamos la reunión, cerca de las diez y treinta
de la noche, nos dirigimos a una cancha que no estaba muy lejos, a realizar los
partidos que habían sido pactados unos días antes con los chicos y chicas del
lugar. Como siempre, yo hago parte de la tribuna, de los que se disfrutan los
partidos, riéndose de las malas jugadas, sufriendo por los buenos y malos
pases, y celebrando los goles del equipo favorito. Cerca de las doce de la noche tuvimos que dirigirnos al lugar que nos habían asignado para dormir y
milagrosamente fui ubicada en una habitación con aire acondicionado, que es un
alivio enorme frente al calor de aquel lugar y la incomodidad grata que produce
dormir en un lugar diferente por decisión propia. Por largo rato, escuché las
risas, los gritos, las recochas de mis amigos que al fin dejé de escuchar en lo
profundo de mi sueño.
Al otro día, fuimos despertados por la
amenaza de no llevarnos a los pozos si no nos levantábamos. Rápidamente, todo el
mundo estaba de pie, listo para ir a desayunar e ir al pozo que vacilaba entre
uno que tenía entre cuatro o cinco metros de profundidad y otro que solo tenía
uno con cincuenta. Indudablemente, escogieron llevarnos al menos hondo, pues
nuestras capacidades nadadoras no eran comparables a las de nuestros
anfitriones. Fue un tiempo especial, al principio había algo de hoja,
pero luego se mejoraba con algunas piedras y arena. Sentí cómo mi cuerpo se
relajó mientras estaba dentro del agua y lo sentía tan liviano y tan deleitado
a causa del calor que no cesaba.
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