Por Patricia Figueroa
Se acercó el día de mi tan anhelado viaje. Una
larga semana había transcurrido y llegaba el vienes, día de partir a mi tierrita
bella. Las cosas, por fortuna, marchaban muy bien; ese día mis profesores de
didáctica y de inglés accidentalmente coincidieron en no hacer clase,
permitiéndome tener todo el día libre. En vísperas de ese evento, me había
dedicado a preparar todo mi equipaje con anterioridad para que no faltara ni
una de las cosas que normalmente suelo olvidar. Fue así como, al ver todo
listo, decidí ir a visitar a una pareja de amigos y de paso apartar un cupo en
el carro de ellos que muy temprano al otro día viajaría rumbo a Sabana de
Torres.
En
efecto, muy a las cuatro y treinta de la madrugada escuché los golpes de mi
amigo en la puerta de mi habitación que me anunciaban 15 minutos para alistarme
y salir a tiempo. Debo confesar que fue muy difícil levantarme porque es casi imposible
acostarse a dormir temprano al lado de dos personas que hace mucho tiempo no
visitabas. Con tres horas y media de sueño encima, mi amigo y yo salimos de la
casa sin oportunidad de despedirnos de la familia que quedaba en casa, teniendo
solo la impresión de que todo en sus vidas marchaba bien.
Al lado del edificio se
encontraba el parqueadero, menos mal no estaba más lejos porque creo que no
hubiera aguantado caminar más de la pesadez del sueño que llevaba encima. Nos
subimos al carro, un taxi renault symbol modelo 2006 que estaba cubierto de una
leve capa de polvo desde las llantas al techo. No presté mucha atención a esto, lo
único en que pensaba en ese momento era en entrar en el carro y recibir ese calorcito que de
seguro estaba encerrado allí.
Tomamos
varios atajos, luego la autopista, después la carrera 19 y finalmente nos
estacionamos en un parqueadero de la carrera 18 con avenida Quebradaseca que, para
mi sorpresa, ya se encontraba habitado de otras personas que al igual que
nosotros buscaban un sitio donde estacionar y tomar una taza de café.
Cuando
mi amigo pudo parquear el carro en uno de los pequeños espacios que quedaban,
me dijo con una expresión de sarcástica alegría: - Bueno Patri, ahora a
esperar-. Una de las cosas más difíciles en la vida es esperar y más cuando las
circunstancias no son tan agradables; yo deseaba llegar pronto al calor de mi
tierra y de mi casa para encontrar un lugar donde descansar a gusto y reponer
todas las horas de sueño que mi cuerpo exigía. Sin embargo, no había más
remedio, y tratando de esquivar toda la impaciencia que produce el hecho de
aguardar la acción de otros, decidí bajar del carro y aceptar la invitación de
tomar un café con mi amigo.
Mientras
absorbíamos el suave vapor que emanaba de nuestras tazas, deseando que todo ese
abrigo inundara hasta lo más profundo de nuestro ser, supe que nada de lo que
estaba sucediendo era nuevo para mi amigo, que todo ese ambiente se había
convertido en su cotidianidad y que contrario a mí, que casi moría de desgano,
él resistía erguido el frío y el sueño. No era para menos, ese era su trabajo
desde hacía cinco años, pero que desde mucho antes tampoco era desconocido. Él, al
igual que yo, tenía la experiencia de un padre que también había transportado gente por muchos años para poder traer el sustento a su hogar. Es por eso que
desde niños nuestros caminos se cruzaron, nuestros padres pertenecieron a la
misma cooperativa de transportes de Sabana de Torres, quienes tenían la labor
de transportar a la gente del pueblo a la ciudad de Bucaramanga y viceversa.
Aparentemente,
ese empleo no era muy complicado y más para los que tenía carro propio. Sin
embargo, no puedo dejar de recordar todos los días que mi padre tuvo que salir
con lluvia o sin ella en la madrugada, enfermo o no a tratar de conseguir un viaje de ida y
de regreso, sorteando accidentes, policía y hasta los planes de sus mismos
compañeros quienes también trataban de conseguir su sustento a toda costa.
Tampoco olvido los pocos días completos que pude pasar con él en mi niñez y adolescencia, pues su trabajo
me permitía verlo en las noches, con un gran agotamiento en su rostro que decía: “quiero
dormir”. No fue fácil para él ni para nosotros, y creo que no lo es para las familias de los conductores.
“Chinchi”,
como cariñosamente le decimos a mi amigo, decidió seguir los pasos de la
primera profesión de su padre, no porque hubiera querido hacerlo, sino porque los
circunstancias de su vida lo obligaron a eso. Su novia, enfermera de profesión, quedó embarazada mientras él cursaba el quinto semestre de tecnología
ambiental. Sus estudios tuvieron que ser suspendidos por la necesidad de conseguir dinero para su nueva familia que, a decir verdad, no había sido planeada
para ese momento. –Fue duro para mí, aunque yo amo a Karina, en ese momento yo
no estaba preparado para asumir esa responsabilidad; a mí me dio durísimo,
imagínese, acostumbrado a que mi papá me diera todo y de un momento a otro
tener que trabajar, no era si quería, era que tenía que hacerlo porque había
una bebé de por medio-. Desde ahí encontró un carro de una señora que permitió
que él lo manejara y con lo poco que le quedaba, después de cancelar la cuota
de la dueña, el parqueadero, peajes, gasolina y planillas, pudo solventar el
parto de su mujer.
A
mi pregunta de qué pensaba de su trabajo me respondió: - Es un trabajo extraño
porque hay días en que a usted le va bien, pero hay días en que se queda debiendo
más de lo que se ganó. Cuando uno se mete a esto es porque le gusta manejar
pero con el tiempo eso se va convirtiendo en un tedio, tener que lidiar con
gente es tenaz. Muchas veces las personas lo tratan a uno bien y le agradecen, pero
hay otras que tratan de humillarlo a uno. Esto es un trabajo dar y recibir,
nosotros le hacemos un favor a la gente de buscarlos en la casa y dejarlos en
la parte específica donde quiera quedarse por veinte mil pesitos, pero hay gente
que pareciera que les estuviéramos sacando los ojos y hay también conductores
que tratan muy mal a los pasajeros siendo que ellos son los que nos dan de
comer-.
A
las cinco de la mañana completa por fin el cupo de los cuatro pasajeros que “Chinchi”
necesitaba para iniciar el viaje. Es impresionante ver cómo coontrola el carro
en que vamos con tanta facilidad, aunque hay partes realmente intransitables.
El viaje fue divertido, su espontaneidad y alegría no han cambiado nunca, “Chinchi”
sigue riéndose de las cosas simples y de las no tan simples también. Creo que
esa es una de las armas que le ha permitido soportar un empleo tan monótono y
desagradecido por muchos, tan sufrido y anhelado por otros. –Hoy voy a llegar
temprano a la casa porque vamos a salir con Karina y el niño a visitar a la
nona-, me dice con una sonrisa en sus labios y con unos ojos que esperan
impacientemente ver sus planes realizados. Para él, hacer cualquier cosa que lo
saque de esa rutina y de ese ambiente de hostilidad que se respira entre los
conductores es ganancia.
A
las ocho y treinta de la mañana pisamos suelo sabanero, ¡qué alegría tan grande
nos inunda! A mí por el deseo de ver a mi familia y mis amigos ese fin de
semana y a Chinchi por el deseo de encontrar rápido otros cuatro pasajeros para
poder devolverse a su casa en Bucaramanga. Cuando me dejó en la puerta de mi
casa, le miré a los ojos y con un
sentimiento sincero le dije: ¡Gracias! Quería expresarle el gran trabajo que
hacía, que, aunque muchos no lo veían, era de un gran alivio para una comunidad
que necesita transportarse desde su casa a otro lugar a
cualquier hora; que sabe que puede contar con gente que tratara a toda costa de cuidar sus vidas y dejarlos en
las mejores condiciones en un lugar para realizar sus actividades. Con una
sonrisa como es usual en él me dijo:- Naaa es con gusto, china, yo estoy para servirle. Y con el mismo entusiasmo se sube a su carro y se va buscando un nuevo viaje por emprender.